Mi primera experiencia en sima GESM

Categoría: ARTICULOS Publicado: Viernes, 22 Octubre 2010

Cada país, cada región, cada territorio cuenta con una gran cavidad cuya exploración simboliza la transición entre la vieja y la moderna espeleología, tanto en los elementos técnicos como en las actitudes de sus practicantes. El desarrollo de las técnicas de ascenso y descenso por cuerda y la aparición de nuevos materiales y aparatos, determinaron el paso de la escala a la cuerda, en la exploración de grandes simas. El cambio de comportamientos competitivos por llegar antes que nadie al fondo

de una cueva hacia otros más en sintonía con un espíritu de colaboración, propiciaron, aunque más lentamente, cambios de actitud de no pocos espeleólogos. En este sentido, en Andalucía, Sima GESM es sin duda esa cavidad.

 Desde su descubrimiento, en 1972, hasta 1977, la escala de cable de acero y peldaños de duraluminio constituía el máximo desafío al que se tenían que enfrentar los espeleólogos en las expediciones de entonces, en su intento por descubrir el final de la sima. Cómo transportarla, cómo enrollarla, cómo desenrollarla, cómo instalarla, cómo desinstalarla, o cómo recuperarla constituían verdaderos alardes de ingenio, destreza e inventiva, a la vez que daban pie a situaciones comprometidas. Los pozos no daban miedo. Lo que daba realmente miedo (pánico) era la hilera de petates cargados de escalas y pensar lo que nos esperaba cuando empezáramos a sacarlas de su interior. Pero eso era lo que había.

En Andalucía, a partir de mediados de 1977 se empezó a establecer la técnica “solo cuerda” que marcaría el punto de inflexión en la exploración de la sima. Tanto fue así, que al año siguiente (1978), el equipo formado por miembros del GES de la SEM y del ERE consiguió llegar hasta el denominado “Lago ERE”, a la cota de -1.100 m de profundidad.

Desde entonces, el desarrollo de la técnica y de los materiales, a la par que la evolución organizativa de las expediciones, han permitido poder abordar con éxito (en mayor o menor medida) los sucesivos retos que se han ido marcando las generaciones de espeleólogos que han descendido sus espectaculares pozos y recorrido sus afilados meandros. En los años setenta fue llegar hasta el fondo, durante los ochenta y los noventa el buceo del “Lago ERE”, así como la exploración de posibles continuaciones, y en los albores del siglo XXI, la exploración de las nuevas galerías aparecidas a partir de la cota de -300 m, que han dado como resultado duplicar el desarrollo topográfico de la cavidad y la aparición de más incógnitas de posibles continuaciones. Entre éstas, sobresale la continuación “en seco” tras el “Lago ERE”, exploración iniciada por Mayorga y Lapido, en 1990, y continuada por los buceadores del Cavex Team, en 2007.

Mi historia se basa en los recuerdos que guardo de la primera vez que estuve en la sima, allá por 1977, como miembro de la que debió ser la última expedición que realizó con escalas el descenso a una gran sima, en España.


Entonces, el acceso a los Hoyos del Pilar no se solía hacer por donde hoy en día, a través de la pista forestal que llega hasta el “pluviómetro”. Simplemente, porque ésta no existía. Ni siquiera existía la pista que conduce al hoy “Refugio Félix Rodríguez de la Fuente”, antiguo “Cortijo de los Quejigales” y posteriormente denominado “Refugio de los Quejigales”. La vía de acceso normal era desde los dos pueblos situados en la vertiente sureste de la sierra, Tolox y Yunquera, desde donde partían numerosos caminos que subían hasta casi cualquier punto de la Sierra de las Nieves.

Tenía 17 años y hacía poco más de un año que me había iniciado en eso de la espeleología, en el grupo GEPF, de Fuengirola (Málaga), que desapareció a principio de los años ochenta. Animado por los colegas que ya habían participado en la expedición de 1975, y por el reto que suponía poder participar en una expedición a esa mítica sima en que empezaba a convertirse Sima GESM, decidí conseguir el equipo que me hacía falta y “chupar” metros y metros de escala y rapel.

Durante varios meses, los cinco o seis miembros del grupo que íbamos a la expedición estuvimos haciendo prácticas y yendo a Granada, pues eran los grupos de esta ciudad, el GEG y el Iliberis, los organizadores de la misma.

Un buen día del mes de julio partimos hacia la sima. El punto de encuentro era el pueblo malagueño de Tolox, y hacia él partió el grueso de la expedición que previamente se había reunido en Fuengirola.

Al llegar a Tolox, pernoctamos en las instalaciones del colegio que nos había cedido el Alcalde. Allí, la mayoría de los expedicionarios colgamos las hamacas entre los barrotes de la valla exterior y los de las verjas de las ventanas. Nos convertimos en el foco de atención de los habitantes. Y para corresponder a la hospitalidad mostrada, la mayoría de nosotros nos pasamos la mayor parte de la noche, de bar en bar, conociendo las costumbres del lugar y contando qué hacíamos allí.

Al día siguiente, muy temprano, cargamos los bártulos en los mulos; y con el buen hacer de los arrieros, que eran capaces de hacer que los animales “escalaran” literalmente algunos tramos del sendero, pusimos rumbo hacia los “Hoyos del Pilar”.

Montamos el campamento en la dolina situada junto a la boca, y al día siguiente empezamos a entrar en la sima. La mayor parte del material de exploración (escalas, cuerdas, mosquetones, anclajes, etc.) estaba empaquetado en unos petates de nylon, de color rojo, que habían fabricado unos espeleólogos granadinos. Por aquellos años solamente había en el mercado un petate de espeleología, un modelo que fabricaba la casa Serval, el “Piedra San Martín”. Era de nylon, con el fondo de cuero vuelto, muy resistente y voluminoso, pero especialmente caro.

A medida que íbamos pasando los petates a través de las dos famosas primeras gateras, “Puta” y “Zorra” empezamos a comprobar la debilidad de éstos. ¡Y el camino no había hecho más que empezar! Conforme descendíamos se iban descosiendo o rajando, lo que ya nos hacía presagiar un regreso nada divertido.

El descenso del “Gran Pozo” se hizo tan penoso que nos vimos obligados a montar un vivac al inicio del “Gran Cañón”, sobre la cota de -213 m, donde la galería se abre un poco. Después de descansar unas horas continuamos descendiendo el “Gran Cañón”, donde sus afiladas aristas iban mermando poco a poco la integridad de los petates. Por fin llegamos al vivac de -300. Estaba previsto que tres o cuatro personas permanecieran en él con objeto de facilitar el traslado de material hasta el siguiente vivac de -400 y establecer el primer punto de comunicación con el exterior. Yo era uno de esas personas.

Cuando ya habíamos pasado el material hacia los pozos de 60 y 40, y el resto de compañeros siguieron su camino hacia abajo, nos quedamos solos en el vivac. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que habíamos perdido la cuenta del tiempo que llevábamos en el interior de la sima. Y ya no teníamos muy claro si lo que hacíamos era desayunar, almorzar o cenar, o si nos acostábamos cuando normalmente nos estábamos levantando en el exterior o viceversa. En cualquier caso daba igual, la rutina ahí abajo era tan distinta que había que adaptarse a las exigencias de cada momento. Recuerdo un día, que después de contactar con el exterior a través del teléfono, nos percatamos de que habíamos estado durmiendo 15 horas seguidas.

En el vivac, intentábamos pasar el mayor tiempo posible en el interior del saco pues era el único sitio donde se podía encontrar cierta sensación de bienestar. Fuera de él, con las prendas de protección que llevábamos, nos pasábamos todo el “día” tiritando. Parecíamos capullos de mariposa, colgados de las hamacas en el interior de los sacos. La otra forma de calentarse era trabajando, es decir, acarreando petates o montando y desmontando pozos. Aunque resultaba un arma de doble filo, pues si te tocaba estar parado te quedabas como un sorbete, helado.

Uno día, cuando nos acabábamos de acostar, llegó un equipo que se quedo a pernoctar. Yo al igual que mis compañeros de vivac nos habíamos instalado lo más cómodo posible, y habíamos colgado las hamacas utilizando los pocos sitios donde se podían enganchar. Uno de estos sitios era un viejo tornillo que estaba clavado en medio de una gran roca.

Pues bien, mientras dormía plácidamente, sin haberme percatado de donde iban colgando sus hamacas los miembros de ese equipo, noté que me daba un golpe en la espalda. De repente, se armó un gran revuelo y se escucharon varios gritos. Rápidamente, empezamos a encender los carbureros y nos dimos cuenta de lo que había sucedido. Resultó que varios de ellos habían colgado las hamacas del tornillo donde yo tenía uno de los extremos de la mía. El tornillo no aguanto y todos los que estábamos enganchados a él nos fuimos al suelo. ¡La de vueltas que dimos para volver a acoplarnos en los sacos!

Diversas circunstancias determinaros que el principal objetivo de la expedición no se pudiera cumplir: descender un pozo que se abría a la máxima cota conocida, que rondaba los menos 600 m. No obstante, se consiguió sobrepasar la marca anterior y sacarle unos pocos metros más a la sima (había que consolarse con algún resultado positivo).

Cuando el equipo de punta comunicó que daba por finalizada la exploración, creo que en la mente de todos estaba presente lo difícil que iba a ser desmotar la sima y sacar el material. Los meandros de -500 y el “Gran Cañón” fueron el remate final para los petates. Cuando llegamos a la base del Gran Pozo, la mayoría de ellos estaban hechos jirones y carecían de sitio alguno por donde colgarlos.

Pero ante tanta frustración y desasosiego, siempre se agradecía escuchar, ¡que viene la “virgen”! o alguna parida de alguno de los cachondos mentales de la expedición, que te hacían sacar una sonrisa en los peores momentos. La “virgen” era un petate pequeño que contenía lo que llamábamos “quincalla”, es decir, mosquetones, clavijas, mazas, placas, y demás elementos de montaje. Era especialmente pesado y siempre era recibido con un ¡la virgen, como pesa!

La imagen que ofrecía la base del Gran Pozo, cuando conseguimos llegar allí era espeluznante. Alrededor de 40 petates en unas condiciones deplorables, aproximadamente una veintena de espeleólogos y solamente cuatro o cinco autoseguros (shunt o Basic) para ascender por los interminables 115 metros de escalas, que estaban fraccionadas en tres tramos (la cabecera, la “Uve” y el “Nicho”). Y para colmo de males también se cumplió la Ley de Murphy, y las cosas se complicaron aún más. Mientras se organizaban las maniobras para ascender los petates, uno de los espeleólogos tuvo un percance y se lastimó la espalda, hasta tal punto que era imposible que pudiera ascender por sus propios medios. Recuerdo que se preparó un sitio donde pudiera descansar mientras izábamos los petates y se decidiera cómo lo subiríamos.

Después de distribuir a varios espeleólogos en el “Nicho”, en la “Uve” y en la cabecera del pozo, empezaron las maniobras de ascenso de los petates, que resultaron ser sumamente peligrosa, pues en varias ocasiones cayeron algunos petates mientras eran izados. Dos de ellos cayeron desde la “Uve”. Se escuchaba: ¡petate! Y todos los que estábamos en la base salíamos disparados a buscar un refugio. El sonido al impactar contra el suelo retumbaba en todo el pozo. Restos de comida, latas reventadas, recambios de campingaz, y más cosas quedaron esparcidos por la base. Se recogió lo que se pudo, pero los restos de comida quedaron allí, pegados a las rocas.

Cuando llegó la hora de subir al lesionado se decidió que la mejor manera era hacerlo en dos tiradas, hasta la “Uve” y desde aquí hasta la cabecera. Y así se hizo con la ayuda de un “samurai” (una especie de artilugio tractor formado por dos barras y dos bloqueadores).

Al cabo de no sé cuantas horas (muchas) conseguimos llegar a la cabecera todos nosotros, el accidentado y el material, o lo que quedaba de él. Pero aún faltaban unas cuantas horas más hasta salir al exterior.

Recuerdo que salí al atardecer, y el panorama fue desolador. El campamento desmontado, y los compañeros que se encontraban en el exterior metiendo prisa porque al día siguiente, temprano, venían a buscarnos los arrieros con los mulos, de vuelta a Tolox ¡Vete a la mierda, si estoy hecho polvo! Yo lo que necesito es comer y dormir, le espeté al primero que se me acercó.

Pero la aventura no había terminado aún. Al llegar a Tolox, sí celebramos la conclusión de la expedición como se merecía. Y el regreso a casa fue toda una odisea. De repente, después de la celebración, todo el mundo empezó a irse y cuando quisimos darnos cuenta, tres de nosotros, los estudiantes, nos vimos allí tirados. No quedaba sitio en los coches, y como nosotros estábamos de vacaciones y no teníamos que trabajar, no importaba que nos quedáramos hasta que nos vinieran a buscar. Y allí nos quedamos: sin dinero y sin nuestros macutos, sólo con lo puesto. Con las últimas monedas que teníamos conseguimos llamar al padre de uno de nosotros, pero no podía venir a buscarnos hasta el día siguiente. Así que tuvimos que buscarnos la vida como pudimos. Le explicamos al dueño de un bar lo que nos había pasado y le propusimos que nos diera de comer hasta que vinieran a recogernos, y que se lo pagaríamos entonces. A lo cual accedió. Para dormir, pudimos utilizar el colegio, y esa noche estuvimos que dormir en el suelo y taparnos con las banderas que encontramos por las clases.

Cuando salimos por fin de Tolox, jure que nunca regresaría a la sima. Sin embargo, volví al año siguiente y en numerosas otras ocasiones. Creo que en esa primera experiencia en Sima GESM aprendí algo fundamental para la práctica de la espeleología, que era una actividad de equipo. Quizás, por ello, y pese a todo lo que sucedió, guardo un recuerdo muy entrañable de aquella expedición.

Pero la historia no terminó ahí. Algunos años después, nos enteramos de que habíamos sido denunciados por haber abandonado los restos de las latas y comida que se habían quedado pegados a las rocas, tras caer los petates por el “Gran Pozo”. Sin embargo, la legislación y los funcionarios de entonces no se podían plantear que eso pudiera ser objeto de una denuncia ante el ICONA, y la denuncia no prosperó. Me imagino la cara que se le quedaría al funcionario de turno cuando le presentaron el escrito y le explicaron el motivo del mismo. Hoy día, el asunto podría haber tomado otro camino.

Jesús Cuenca Rodríguez

Soc. Espeleo-Excursionista MAINAKE

Abril, 2008

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